El
domingo 7 de abril de 1872 vio la luz el semanario La
Bella Limeña. El primero dedicado a la
familia y a la mujer en el Perú. Su editor lo justificaba así: “Ya se hacía sentir
la necesidad de una publicación dedicada a las encantadoras hijas
del Rímac”. Me gusta la fuerza del impersonal, la necesidad no es
subjetiva sino exigida por el entorno. La dicta las calles, el río,
los edificios, sus olores, los pregones y hasta las
variantes del gris. Leer La Bella Limeña
puede ser una experiencia tan intensa como atravesar cotidianamente la ciudad, ¿o más? Cuántas veces releyendo sus páginas
no he imaginado vivir también en el siglo XIX: quizá he aprendido
a enamorarme en los folletines: “Un amor desgraciado”, “Ciega de
amor”; a presentir la rebeldía con “Memorias de una coqueta”.
Hubiese sido tal vez, pienso, una fetichista del papel impreso, lectora
coleccionista de libros, partituras, papeles perfumados, de
todas las tintas. Otras veces, he querido ser una de sus
anunciadoras: institutriz, modista, aunque casi siempre: costurera de
ropa blanca. Ella es quien conoce los secretos y sale con ellos a
comprar el pan a la mañana siguiente. La que luego se sienta en su
silla de madera, un poco encorvada frente a su máquina, y les da
forma golpe tras golpe, tac, tac, una tecla y otra. He sentido la necesidad
muchas veces, pero solo hasta hoy se había hecho sentir.
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