“¿Qué
gusto puede haber en dejarla a una como sopa? ¡Y
después... pintarla! Todo, por supuesto, con el fin de manosear a
las muchachas. ¡Qué
inmoralidad! Jesús tres veces”,
decía una beata limeña allá por los 1800, representación de doña
Cuaresma, esperaba impaciente que pasasen estos tres días de locura
y desenfreno, de guerra húmeda, de ataques líquidos, que pasasen
también sus noches, las horas de Momo y Baco, que se acabe ya el
reino de don Carnavalón.
La mujer limeña, blanco del carnaval, siempre ha sufrido de
disimulo. Cómo le ha gustado decir que no, cuando quería decir que
sí, cómo se ha quejado Rosita de la pintura que le echaban los
mocitos, de las tantas veces que le empapaban el vestido, pero sobre
todo qué molesta se ha puesto al enterarse de que este año no
habría más lance:
Rosita, ¿por qué
estás triste?
Porque yo no juego este
año...
Mamá mucho se resiste
y ha “cerrau” con
llave el caño.
Rezaba una canción, y yo como Rosita, antes de que tuviera
conciencia del significado transgresor del carnaval, de su
funcionalidad social y su complejidad ritual en el mundo, es decir,
antes de leer a Bajtin, solo imaginaba una cosa al oír la palabra
carnaval: agua. Mojarse lo menos posible y mojar lo más que
se pudiera era la consigna extendida por toda la ciudad, el agua
alcanzaba a ricos y pobres, grandes y chicos, con agua de perfume o
con agua de acequia, como decía Carlos Prince, ¿quién será aquel
que no sepa, por propia experiencia, todos los lances y peripecias
del Carnaval?
Práctica de antaño. Historiadores, novelistas y costumbristas nos
han dejado testimonio de estas lides acuáticas. Parece que a baldazo
limpio se arreglaban muchas cosas en Lima, desde los incencios (ya
que la primera compañía de bomberos se fundó recién a propósito
del combate del Dos de Mayo de 1866), hasta las disputas de vecinos
en los callejones. Nada comparado, sin embargo, con estos tres días
de desenfreno.
Semanas antes, se iba preparando el arsenal: cáscaras de huevos con
agua de perfume, bombas de cera igualmente rellenas, jeringas (que
los más modernos llamaban chisguete), o simplemente, baldes,
bateas, botijas, jarras, palanganas, tinas repletas de agua
aguardaban su turno cerca de los balcones, esperaban impacientes el
paso de alguna muchacha. Cuentan también de otros inocentes que
cruzaba la calle con un letrerito en la espalda: “no juego”, con
qué placer les caería todo encima.
Qué gracia y qué morbo tiene, a veces, eso de que nos falten el
respeto, por lo menos, una vez al año.
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