No es la
primera vez que visito Madrid, pero es como si lo fuera. Hasta ahora
siempre había sido una ciudad de tránsito. Aunque no estaré aquí
por mucho tiempo, esta vez es diferente: he venido a “estar”, a
cumplir tareas, a hacer cosas precisas. Trato de habituarme
rápidamente, descubro las calles que recorreré a diario, sus
posibles variantes, escogo los bares para comer entre los que me han
recomendado, establezco horarios, y al final, queda armada una micro
rutina, una especie de hermanita menor de la otra, la que llevo en el
país vecino.
¿Cuánto
tiempo se necesita para decir que habitamos una ciudad? ¿Es que
existe tiempo para sentirse parte de un espacio? Habitar una ciudad
(no digo conocer) no tiene tiempo, el vínculo puede ser inmediato o
puede no establecerse nunca como cuando recorremos por primera vez un
cuerpo: funciona o no. Lo que esperamos, claro, es que lo haga, que
toda esa experiencia de lo nuevo nos impregne: las nuevas formas, los
olores, el estilo de una sonrisa, la singular manera en que caen las
palabras, y si esto ocurre, pueden sucederse cosas muy curiosas como
disfrutar de un gesto creyendo, a través de él, descubrir una parte
de su historia, de su pasado.
Por la
mañana, asisto a un seminario sobre escritoras, redes y tramas
culturales, y no puedo evitar pensar en el sentido de nuestros
itinerarios, en cómo vamos construyendo nuestras propias rutas y de
qué manera las vamos convirtiendo también en relato. Por la tarde,
ya más cerca de mi hotel, bajo por Recoletos hasta Cibeles, tomo
Alcalá y luego me pierdo en las pequeñas calles. Cuando creo haber
encontrado aquella que da al bar de tapas donde cené tan bien
anoche, doblo, pero veo que me he equivocado, al cabo de unos pasos,
descubro otro lugar más pequeño, más modesto, pero igual de
espléndido. ¿Por qué, a veces, nos gusta tanto perdernos? ¿Por
qué, en algún momento de nuestras vidas, ya no podemos vivir
quietas en una sola ciudad?
Aucun commentaire:
Enregistrer un commentaire