Al
instalarme en Francia sentí que había escapado del caos, la
violencia y la falta de respeto que reinan en una ciudad como Lima.
Ahora, leyendo los libros de viajes de principios del siglo pasado,
descubro que en aquella época la percepción era totalmente
distinta, diría, contraria. Las plazas y avenidas europeas que para
cualquier sudamericano, hoy, parecen calmas y ordenadas, en aquella
época, estaban llenas de veloces coches: máquinas que podían en
cualquier momento arrollar a alguien; llenas de ladronzuelos que
solían arrebatar la maleta a los viajeros; de guías, meseros y
conserjes que no atendían si antes no tenían algunas monedas en su
poder. Ruidosas y agresivas, estas ciudades europeas eran ejemplo de
industria, reino del capitalismo orondo donde vibraban los adelantos
y los estragos de la modernidad.
Cuando
Clorinda Matto recorrió Europa por primera vez tenía cincuenta y
seis años. Al cabo de los ocho meses en que conoció distintas
ciudades de España, Francia, Inglaterra, Italia, Alemania y Suiza no
solo estaba exhausta, sino que las fuertes impresiones le impedían
ya dormir y sufría constantes ataques nerviosos. Viajaba sola, de
modo que no podía compartir con nadie sus miedos, excepto volcarlos
en su cuaderno donde registraba cada anécdota, cada vista asombrosa,
pero también, uno a uno, sus contratiempos.
Los viajes
están hechos para que pasen “cosas”, para que suceda “algo”
que merecerá ser recordado por su singularidad, por salir de lo
rutinario y habitual, de allí la abundancia de sus relatos. Yo
misma, suelo viajar acompañada de una pequeña libreta. Es curioso,
pero ahora que no viajo mucho, o por lo menos, no tanto como
quisiera, sigo llevando el cuaderno. Lo llevo a pesar de no hacer
nada con lo anotado, o quizá solo con la intención de que después
de tanto escrito surga un solo verso. ¿Vivir en el extranjero, no
nos da acaso la sensación de un viaje constante? ¿Qué es esto de
hacer nuestra casa en un lugar donde aún no nos reconocen como
ciudadanos de pleno derecho? Mi casa está aquí, mucho más que
allá, pago aquí mis impuestos, tengo un médico, una panadería
favorita, una casera en el mercado, amigos, sobre todo amigos, pero
no sé por cuánto tiempo este orden seguirá existiendo, no sé
hasta cuándo será, entonces viajo. Quizá no sea el viaje tanto una
actividad, sino más bien un estado mental.
Clorinda
murió pocos meses después de volver a Buenos Aires, en este viaje
se reconoció más europea que nunca al encontrarse con la historia,
la geografía, los monumentos que solo había conocido en libros, al
entrevistarse con varios de los escritores que admiraba. Las
diferencias, sin embargo, también la hicieron sentirse más peruana,
más quechua, que nunca. En medio de esta contradicción cruzó por
última vez el Atlántico.
No cabe duda
que viajamos con el cuerpo, por eso este se enferma con el cambio de
horarios, de alimentación, de costumbres, se exita o se deprime con
los nuevos olores. También lo hacemos con la mente, representamos
nuestros miedos, nos encontramos un poco más desnudos fuera, nos
miramos mucho mejor a nosotros mismos cuando el otro es evidentemente
distinto. Pero también viajamos con el papel y cuando esto sucede
hay que agradecerlo, como yo ahora agradezco a Clorinda el haber
tenido la extraordinaria idea de viajar escribiendo, de haber
registrado su soledad para yo no sentir tanto el frío de la mía.
Referencia:
Matto, Clorinda. Viaje de recreo, edición de Mary Berg,
Doral: Stockcero, 2010
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