jeudi 7 février 2013

¿Quién no se ha mojado en febrero?


¿Qué gusto puede haber en dejarla a una como sopa? ¡Y después... pintarla! Todo, por supuesto, con el fin de manosear a las muchachas. ¡Qué inmoralidad! Jesús tres veces”, decía una beata limeña allá por los 1800, representación de doña Cuaresma, esperaba impaciente que pasasen estos tres días de locura y desenfreno, de guerra húmeda, de ataques líquidos, que pasasen también sus noches, las horas de Momo y Baco, que se acabe ya el reino de don Carnavalón.

La mujer limeña, blanco del carnaval, siempre ha sufrido de disimulo. Cómo le ha gustado decir que no, cuando quería decir que sí, cómo se ha quejado Rosita de la pintura que le echaban los mocitos, de las tantas veces que le empapaban el vestido, pero sobre todo qué molesta se ha puesto al enterarse de que este año no habría más lance:

Rosita, ¿por qué estás triste?
Porque yo no juego este año...
Mamá mucho se resiste
y ha “cerrau” con llave el caño.

Rezaba una canción, y yo como Rosita, antes de que tuviera conciencia del significado transgresor del carnaval, de su funcionalidad social y su complejidad ritual en el mundo, es decir, antes de leer a Bajtin, solo imaginaba una cosa al oír la palabra carnaval: agua. Mojarse lo menos posible y mojar lo más que se pudiera era la consigna extendida por toda la ciudad, el agua alcanzaba a ricos y pobres, grandes y chicos, con agua de perfume o con agua de acequia, como decía Carlos Prince, ¿quién será aquel que no sepa, por propia experiencia, todos los lances y peripecias del Carnaval?

Práctica de antaño. Historiadores, novelistas y costumbristas nos han dejado testimonio de estas lides acuáticas. Parece que a baldazo limpio se arreglaban muchas cosas en Lima, desde los incencios (ya que la primera compañía de bomberos se fundó recién a propósito del combate del Dos de Mayo de 1866), hasta las disputas de vecinos en los callejones. Nada comparado, sin embargo, con estos tres días de desenfreno.

Semanas antes, se iba preparando el arsenal: cáscaras de huevos con agua de perfume, bombas de cera igualmente rellenas, jeringas (que los más modernos llamaban chisguete), o simplemente, baldes, bateas, botijas, jarras, palanganas, tinas repletas de agua aguardaban su turno cerca de los balcones, esperaban impacientes el paso de alguna muchacha. Cuentan también de otros inocentes que cruzaba la calle con un letrerito en la espalda: “no juego”, con qué placer les caería todo encima.

Qué gracia y qué morbo tiene, a veces, eso de que nos falten el respeto, por lo menos, una vez al año.







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