Somos
seres de palabras, sin embargo, muchas veces hemos sentido que estas
nos traicionan. Que no alcanzan a expresar lo que pensamos, sentimos
o deseamos; que decimos frases poco inteligentes de las que nos
arrepentimos demasiado tarde; que los lapsus, sarcasmos ingratamente
recibidos o algún mal chiste nos hacen admirar a quienes tienen la
prudencia de la palabra mesurada. A mí siempre me ha gustado la voz
pausada de mi madre, cómo va tejiendo las palabras cuidadosamente.
Desde el fortín de su discreción ataca a todos los bavards
que se cruzan en su camino: “habla porque tiene boca”, “hablar
no cuesta nada”, dice.
Sí,
yo muchas veces he estado de su lado y he ansiado el silencio, las
palabras justas, pero últimamente, ante la tranquilidad impregnada
en muchas de mis conversaciones, me pregunto si también nos
traicionan los silencios. ¿Qué pasa cuando callamos por pudor,
recato o cansancio? ¿Cuánto habré callado? ¿Cuánto habrás
callado tú? ¿Cuánto habremos dejado de ser a los ojos del otro por no haber dicho? ¿Cuánto nos habremos perdido del otro por las
mismas razones?: ¿qué nos traicionan más, las palabras mal dichas
o los silencios?, ¿qué código, sonido, gesto o trazo que nos saque
de esta encrucijada?, ¿qué de esto traerán los Reyes esta noche a
mi puerta?
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