Hay personas
que no celebran su cumpleaños para que no les recuerden su nueva
edad o el cúmulo de años sobre la piel. A mí me encanta mi
cumpleaños, lo que no soporto es la navidad. No sé si es por no
tener cerca a mi familia o simplemente por parecerme falsa la serie
de ritos impuestos: comprar regalos, comer mucho (muchas grasas y
azúcares) y sobre todo por eso de, sin más ni más, llegada una
fecha del año, desearle lo mejor a todo el mundo: sentir el corazón
colmado de amor. A pesar de que casi siempre he pensado así, hasta
hace dos años, la había pasado rodeada de alguna cena, de alguna
familia amiga, de niños, de arbolito y regalos. Siempre, hasta el
año pasado que encontré, casualmente, en Granada un refugio de
encantadora libertad. Pasé unos días separada de las celebraciones
sintiendo el paso de las horas entre mis pensamientos y mi incipiente
escritura, a ratos, el ruido familiar de las fiestas vecinas llegaba
hasta mi ventana y yo sonreía.
Lo
creí algo excepcional, pero ahora que ha vuelto a llegar,
increíblemente rápido, la misma fecha, me pregunto: ¿y si
no compro ningún
regalo?, ¿si no envío ninguna tarjeta con buenos deseos?, ¿si no
tomo chocolate, ni salgo a comprar panettone?, ¿si no preparo
ninguna ave para la cena?, ¿cuál será mi castigo? Si la paso
nuevamente pensando, escribiendo las primeras hojas de libros con que
sueño, si me entrego con furor a la página en blanco, si me duermo,
así, con la chimenea sin regalos (con mi chimenea ciega llena de
poemas), si hago todo esto, o mejor dicho, si no hago todo lo que se debe hacer,
¿entonces, qué?, ¿qué habrá cambiado? Nada, solo tal vez se haya
abierto una pequeña posibilidad de que vengas tú.
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