Si Zizek pensaba que parte de la idiosincrasia de las naciones se revelaba en
la forma de sus retretes, ¿por qué no podría pasar lo mismo con un
elemento menos escatológico como las bibliotecas?
Hace
algunos meses visité la Bibliothèque
Nationale de France, François Mitterrand,
en París. Los franceses, aficionados a las siglas, la llaman
BNF; eternos râleurs,
odian sus imponentes edificios, como en su tiempo lo hicieron con la
Tour Eiffel y como lo siguen haciendo con les
pyramides del Louvre. El trámite para
ingresar es largo, extenuante, como si quisiéramos visitar alguna
prisión de máxima seguridad, igual que ella, claro, este es un
espacio de suma vigilancia. Sin embargo, una vez seguidos todos los
procedimientos, una vez atravesado
el pantano de la burocracia, accedemos a un lugar de reposo,
amabilidad y de solidaridad con el ejercicio de la investigación.
Hoy he
terminado mi labor en la Biblioteca Nacional de España, en Madrid. A
pesar de llevar en el frontis sus siglas, nadie la llama así, en
España no cambian letras por palabras, ¡qué
bien! A diferencia de la francesa, el edificio, en pleno paseo de los
Recoletos, es representativa de la arquitectura del centro de la
ciudad. Un edificio del siglo XVIII con Lope y Cervantes
recibiéndonos en las escalones de entrada. A pesar de la
informatización de sus documentos y de su severo sistema de control
y vigilancia, algo del tradicionalismo de su edificio se sigue
conservando en su interior: las papeletas para pedir libros, los
cuadros de los escritores, la madera antigua de sus muebles, el pan
de oro en sus muros. Para el ingreso, las prohibiciones son
rigurosas, hay que esperar que revisen cada una de las hojas de la
libreta de apuntes. Es cierto que ha desaparecido material valioso,
pero aún así es sospechosa la obsesión, el fantasma del robo que
acosa a nuestros amigos españoles.
A la
Biblioteca Nacional del Perú, vuelvo en cada uno de mis viajes a
Lima. En su nuevo local de la avenida Javier Prado, el cemento y la
vista al barrio residencial que la rodea quitan toda posibilidad de
agobio. Hay algo extraño, sin embargo, en sus reglas: en la entrada,
puede ser que registren tu ordenador o no, puede ser que tomen nota
de los libros con los que ingresas o no. Ya en la sala de lectura,
puede ser que te dejen fotografiar algún documento antiguo o no,
puede ser que dicho documento no lo obtengas con el encargado de la
tarde, pero sí con el de la mañana, y un largo etcétera. En todo
caso, hay una extraña tranquilidad en el personal frente a tus
dramas de investigador, algo que te hace sentir que lo que haces no
tiene ninguna importancia, y que muy probablemente, eres un “rarito”.
Las
bibliotecas europeas no son la panacea, pero funcionan en lo
esencial, en el respeto a la tarea del que busca y su necesidad por
encontrar el documento preciso. El problema en Lima no es que no lo
sepa hacer, sino que aún no se ha dado cuenta dónde tiene lo más
valioso: problema de orientación, cuida las apariencias y alimenta
tontas fantasías. De cualquier manera, seguiré en lo mío, ¿en lo
nuestro?, seguiremos buscando.
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