Durante estos días en la enorme y profunda BNF me he dado cuenta que
estos lugares no son ni tan apacibles ni tan inofensivos como
aparentemente pudiéramos creer. Los sistemas de seguridad los han
convertido en fortines o cárceles de las que cuesta tanto entrar
como salir. Cada necesidad básica como ir al baño o comer demanda
un trámite incómodo y hasta engorroso. En ella nos podemos sentir
tan controlados y estresados como en un metro o en un enorme
aeropuerto al que hemos llegado con retraso. Mientras compruebo esto
no puedo dejar de recordar a la pobre Clorinda Matto viajando sola,
algo mayor, y por primera vez, por las principales ciudades europeas:
la multitud, la rapidez y el ruido la enfermaron al punto de morir a
los pocos meses de haber vuelto a Buenos Aires. No puedo dejar de
verme en sus relatos de viaje, que leo en medio del viaje que me
confronta a mí también con la ciudad-monstruo. No puedo dejar de
sentir un “nosotras”, de llamarnos “pequeñas provincianas”.
Pero el peligro de las bibliotecas no solo radica en este sistema de
control, y podríamos decir, de protección de los libros. Ellos no
se salvan. Saben mucho más de lo que dicen, y en virtud de este
poder, en el momento menos esperado, te guiñan un ojo. Las
bibliotecas son laberintos no porque cada libro nos remita a otros,
sino porque el libro es autoreferencial y hablando de sí mismo, de
su proceso de formación, de la escritura, lo hace también de su
hábitat: la biblioteca, de forma que cuando leemos en ella, nos
leemos leyendo al mismo tiempo.
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